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José María Andrés Sierra

Aguirre y Gallardón, o Gallardón y Aguirre: el don de hacer de la política el arte de la interpretación.

            Siempre he pensado que para ser político hace falta que la persona que aspira a ese estatus posea una mezcla de cualidades y esté amparado de una serie de requisitos o particularidades, concretas y esenciales, entre las que señalaría las siguientes: una cierta dosis de inteligencia (no hace falta que sea elevada, a tenor del nivel que muestran gran parte de las mentes de quienes rigen nuestros destinos); padrinos o antecedentes familiares (importantísimo); posición económica boyante (no está de más); suerte (a nadie le viene mal); cierta falta de escrúpulos (no es indispensable, pero ayuda considerablemente); altruismo y afán de hacer el bien (como el valor en la “mili”, se les supone); facilidad para el regate y agallas para el roce y el cuerpo a cuerpo (absolutamente imprescindible);  don de gentes ( necesario para los que aspiran a lo más alto); capacidad para aguantar chaparrones (inexcusable para quienes saben nadar, pero no guardar la ropa); facilidad en el arte de disfrazar la verdad (no confundir con mentir, aunque la diferencia sea pequeña); un mínimo de ambición (los que hay compensan la falta de alguna otra cualidad con un máximo de esta precisa inclinación); y… (omito otras habilidades igualmente necesarias por no cansar) unas aceptables dotes de actor. En este último aspecto, es increíble la perfección a la que han llegado las dotes interpretativas  que Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz Gallardón están demostrando en el culebrón que ambos llevan protagonizando tiempo ha en la escena pública. En el último episodio (la emotiva y entrañable escena en la que uno tras otra se dirigen cariñosas palabras desde los micrófonos en un acto público, es de las que hacen saltar las lágrimas hasta de las piedras) demuestran que han depurado su técnica interpretativa hasta unos límites nunca hasta ahora vistos en la vida política española.

 

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