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José María Andrés Sierra

RELATOS

A great present in Christmas time. (My first tale in Engllish)

           Aprovechando que ha pasado la Navidad pongo a continuación un cuento que escribí como trabajo en la escuela Oficial de Idiomas la semana anterior a las vacaciones. No quiero ni podría ocultar que está corregido, únicamente, eso sí, en los aspectos gramatical y sintáctico, por mi profesor de inglés. 


 

It was Christmas time. It was very cold. In the morning, very early, a very young child left out an old house in a suburb and went to the town centre.

            The child lived with his grandmother in that old house because  his parents had died when he was some months old.

            Both his parents were very good persons but a terrible desease killed them.

            The grandmother of the child was very old and very poor: almost had nothing to eat and for that day the child wanted to buy some good food and a present to his grandmother, so he went to the town to beg.

            The child wore old clothes and broken shoes. He seated on a pedestrian street and put a little box in front of him.

            Some persons  gave him some money while the child was cold.

            He was happy because with that money he could buy food and a present, but sudenly a policemenand a policewomwn got close to him.

            -“Hey, boy. Give that money to us! Don´t you know that you can´ t beg in the street?”

            And the policeman took the box with the money.

            The child, frightened and frozen started crying.

            Near there there was a very tall Christmas tree and over the tree it was a shininig Christmas star.

            Suddenly fromthe Christmas star went out two luminous rays which hit on the head of the policeman and the policewoman.

            They were at first inmobile and very luminous, but suddenly their clothes turned into money that came in the child´s box, until all the people saw the man and the woman completely naked.

            When they saw themselves nude ashamed went away runing, while all the people roared with laugther and finally everybody was surprise as a very white and beautiful car arrived from the sky and startted near the child. A very pretty woman who had the same face as child´s mother  went aou of the car and invited to child to get into the car.

            When they both entried the car drove off into the distance between others cars.

 

El "Moro", un perro con alma.

A finales de los años setenta, mil novecientos setenta, claro está, mi hermano había decidido quedarse en Molinos y dedicarse a la agricultura y la ganadería. Sobre todo a esto último. No es pasión de hermano si digo que Francisco, mi hermano, es uno de los mejores ganaderos que se dedican a esta actividad en este país. No, no. No exagero. Pero no voy a hablar de mi hermano. No por falta de ganas y de temas que pudiera tratar. Simplemente creo que no es el momento oportuno todavía. Todo se andará. Ahora me apetece sacar una poesía que escribí hace muchos años y, si quiero que se entienda un poco el porqué lo hago y la poesía misma, debo hacer una pequeña introducción, que es lo que pretendo hacer y estoy haciendo si no acabo enrollándome como ya he empezado a hacer.

Bien. Como decía a finales de los setenta mi hermano, más joven que yo (sí que quiero confesar que le sabe fatal que le digan que parece mayor que yo) ya había decidido su futuro. Mis padres, estoy completamente seguro, no influyeron para nada en la decisión de mi hermano. Es algo que nunca hemos hablado. pero creo no equivocarme si digo que para mi madre fue una decisión que le produjo un sabor agridulce: por una parte hubiera deseado que su hijo pequeño siguiera estudios como el mayor, pero por otra parte agradecía que uno de los dos continuara en casa. Yo he heredado sin duda el sentimiento que mi madre tiene de lo vital y trascendental de la familia. No me cabe duda. Lo he heredado directamente de la fuente: de mi abuelo Toribio. Ese sentido trascendental de la familia y de los amigos. Pero..., bueno, vuelvo a enrollarme.

Mi hermano, como decía... ¡ha! me ha faltado decir que si para mi madre la decisión de mi hermano supuso un choque de emociones, para mi padre fue el mejor regalo que podía enviarle el cielo. No digo más.

Bien. Mi hermano se dedica a la ganadería y un buen ganadero, un buen pastor necesita un buen perro de ganado.

Por medio de un tío nuestro, Enrique Altabella, anricuario de Aguaviva, mi padre consiguió un perro de ganado realmente fantástico. Estaba castrado. ¿por qué? Parece ser que su dueño, debido a que era tan buen perro pastor, estaba cansado de que le llevaran tantas perras para que las cubriera que decidió castrarlo.

Contar cosas suyas sería interminable. Algún día pueda que lo haga... Bueno. Voy a contar solo una.

Un buen día, (mi hermano estaba haciendo la mili y yo, acabada la carrera y la mili, me encontraba en Molinos ayudando a mi padre a la espera de que Francisco, mi hermano, volviera del servicio militar para poder buscar trabajo en la enseñanza) había ido a apacentar el ganado a Valdesoria. Por supuesto, iba acompañado de Pastoret, (lo llamábamos indistintamente "Pastoret" y "Moro") el perro que nos había proporcionado un amigo de mi tío Enrique. Era invierno y hacia un frío "que pelaba". Se nos había hecho tarde y cuando llegábamos al pueblo, era ya noche cerrada. Recuerdo que teníamos ya las primeras luces del pueblo a menos de cien metros cuando, de pronto, empezamos a oír unos ladridos que helaron mi sangre, a la vez que aparecían junto a las primeras casas del pueblo cuatro o cinco perros (hace ya muchos años y no podría asegurar si eran cuatro o cinco, pero menos... no ) alguno de ellos de un tamaño que casi doblaba el de Pastoret. recuerdo uno perfectamente, el que más miedo me causaba, un pastor alemán tremendo. No eran entonces tiempos en los que se llevaran los perros concollares ni siquiera que los amos supieran donde estaban sus perros.

El susto que me dieron aquellos perros fue tremendo y el miedo que sentí a continuación, mucho mayor.

A la vez que yo me detenía paralizado por el miedo, mi perro me adelantó y se quedó parado delante de mí. Lo recuerdo como si lo hubiera vivido esta misma tarde. De pronto Pastoret arqueó el lomo de una manera que pareció crecer no menos de dos palmos, todo el pelo se le erizó como si lo hubieran peinado con gomina, giro su cabeza, me miró y empezó a andar con un paso lento y majestuoso. La jauría continuaba amenazante a pocos metros de nosotros pero Pastoret continuaba con su paso lento y decidido. Cada diez o quince segundos volvía la cabeza y me miraba. Lo prometo. Era come decirme: "Tú sígueme. No tengas miedo". Yo veía aquellas fieras que ladraban de una manera espantosa y me daban ganas de volverme y echar a correr y perderme en la oscuridad de la noche lejos del pueblo pero las miradas de Pastoret eran tremendamente tranquilizadoras y persuasivas. Cuando llegamos a escasos metros de donde se encontraban aquellos malditos perros yo me encontraba aterrorizado. Pastoret arqueó todavía más su lomo y lanzó un gruñido amenazador. Para mi sorpresa y alivio, aquellos perros que estaban cerrando completamente la calle, aunque sin dejar de ladrar de una manera que helaba la sangre, empezaron a apartarse a un lado y a otro de la calle y dejaron por el centro un pasillo por donde Pastoret, emitiendo unos gruñidos que hasta a mi me asustaban, empezó a cruzar sin dejar de mover la cabeza a un lado y a otro y a continuación a mí, estoy seguro, de que para comprobar que continuaba avanzando detrás de él.

Poco a poco los perros fueron bajando el tono y el ímpetu de sus ladridos mientras Pastoret, sin dejar de volver la vista atrás para dominar la situación me alejaba de aquel trance del que no sé cómo hubiera salido si hubiera ido yo solo. Bueno. Continuaré. Se me ha hecho tarde.

Continúo, aunque bastante más tarde de lo previsto. Hoy es día 29 de mayo.

Bueno. Debo confesar que ya no sé con exactitud por donde quería continuar con mis "recuerdos" de aquel perro tan increíble, pues guardo tantos y tan buenos recuerdos que sería excesivamente largo relatarlos todos. Pondré uno más. Sólo un detalle más de lo que era capaz de hacer aquel perro.

Un día mi padre bajó el ganado desde el monte hasta el corral, la paridera, en la que lo encerrábamos en el pueblo. Para ser más exactos, no bajaba todas las ovejas, únicamente las que criaban, que podrían ser entonces unas doscientas aproximadamente. Iban en el rebaño, pues, las ovejas con sus crías, éstas de pocos días de vida.

El trayecto que tenía que hacer mi padre con las ovejas discurría, en su parte final, por un camino no demasiado ancho entre huertas. Una honda acequia discurría paralela al camino por uno de sus márgenes.

Mi padre, lógicamente, iba delante, dirigiendo el rebaño y tras éste iba el perro, el "Pastoret" para que ninguna de las ovejas más retrasadas se metieran en algunas de las huertas y huertos que había a un lado y otro del camino, labor esta que el perro realizaba con una eficacia inigualable.

Cuando llegaron al corral y todas las ovejas y sus crías estuvieron en el corral, el perro, "Pastoret" empezó a ladrar junto a mi padre y a tirar con sus dientes de su pantalón.

Mi padre no acertaba a comprender que le sucedía al perro que, sin dejar de ladrar, se alejaba de él unos metros y cuando veía que mi padre no lo seguía, volvía junto a él y , de nuevo, tiraba de su pantalón con suavidad pero con insistencia. Por fin mi padre decidió seguir al perrro.

Cuando éste vio que mi padre echaba a andar, se lanzó a una carrera frenética volviendo por el camino que habían venido. Mi padre, claro está, corría detrás del animal todo lo que podía pero si darle alcance. Pastoret lo esperaba y cuando mi padre llegaba junto a él, volvía a correr deshaciendo el camino que hacía minutos habían andado. Desùes de unos cuantos minutos corriendo llegaron a un punto de la acequia junto a la que habían hehco el camino y el perro se detuvo y empezó a ladrar hacía un punto muy conctreto de la acequia.

Mi padre se detuvo, se arrodillo en el camino y se asomó al punto de la acequia sobre el que lagraba el perro. Apartó las hierbas que había en lo más alto y que no dejaban ver el fondo y, para asombro de mi padre, en el interior de la acequia había un cordero pequeñito que había caído y que, lógicamente, no podía salir. Real, muy real. Lo aseguro.

Estando en la mili, en la "puta mili", un día de guardia, recibí una carta de mis padres en la que me decían que Pastoret había muerto. Lloré como un niño y me emborraché a conciencia.

Un tiempo después escribí para él una poesía que reproduzco a continuación.

 

A mi perro “Moro”.

Llevaba el pelo negro,

muy negro y sucio

porque nunca lo lavaron con jabón,

y aún así

le brillaba como un disco lunar en su apogeo.

Era un fresco rayo de luna

robado a su dueña en una noche incierta,

era el aliento salvaje de un dios desconocido.

También tenía el pelo largo

y mal cortado,

enredado por cardos, abrojos, aliagas

y cachurros.

Las uñas rotas de andar y andar,

correr y jugar

entre riscos y barrancos,

lomas y canteras,

caminos rotos y sendas olvidadas.

Mechones juguetones, saltones,

a veces impertinentes

cribaban los chorros vivaces y serenos

de su mirar atento.

Patas ágiles, dueñas de un correteo

constante y gracioso.

Boca grande,

hecha para acariciar, lamer,

para besar, para hablar y atacar con rabia

más que para comer.

Su corta cola,

un continuo movimiento;

sus orejas,

la atención;

sus ojos, dos astros

hechos de nostalgia eterna.

Todo él armonía, gracia

y obediencia.

No comió

brebajes enlatados de perro mal cuidado

ni conoció

peluquerías para canes

la lluvia lo lavó,

lo acicaló la nieve,

la escarcha, el matacabra

y llevó siempre con él la fragancia

del espliego

y del romero,

del tomillo y madreselva.

Llevó el olor de todas las flores de todos los prados,

de todos los árboles

de su pequeño universo.

Llevó toda la naturaleza

en sus plomizas espaldas.

Fue él,

divinidad, naturaleza encarnada en perro.

No tuviste dueño que te paseara, Moro, pero...

¡Dios! ¡Cómo llegué a quererte!

 

 

José Manuel Lamiel Sierra. In memoriam.

José Manuel Lamiel Sierra. In memoriam.

El pasado mes de septiembre hizo ya seis años que murió mi primo José Manuel . Fue una persona a la que me sentía especialmente unido. A nuestros lazos de sangre se unía nuestra gran amistad. Siempre nos tuvimos una gran confianza. Aún recuerdo a veces cómo nos contábamos uno al otro todo o casi todo, nuestros primeros e infantiles enamoramientos, nuestras preocupaciones, nuestras ilusiones y todo lo que discurría en aquel nuestro mundo infantil y juvenil. Muchas y poderosas razones, pues, para que su muerte supusiera para mí un momento especialmente doloroso. Su muerte fue un severo golpe para toda la familia. Tenía 47 años. Fueron duros los días que permaneció enfermo y desgarradores los momentos que antecedieron y siguieron a su muerte. Recuerdo que el día en el que murió estuvimos mi madre y yo toda la tarde, era domingo, en el hospital. Se veía que se acercaba el final. A eso de las nueve de la noche entró una enfermera en la habitación y puso un cartel en la cabecera de la cama en el que ponía que a la mañana siguiente iban a hacerle un escáner. Si aún pensaban hacer eso los médicos, fue lo que todos imaginamos todos, es que hay esperanzas de vida. Aferrados a esa esperanza nos fuimos mi madre y yo a eso de las diez de la noche. Poco más de una hora después de llegar a mi casa nos llamaron para decirnos que todo había acabado. Volvimos con mi madre la hospital. Fue un momento desgarrador. Cuando, casi de madrugada volví a casa no podía dormir. Me puse a escribir. Lo que a continuación viene es lo que pude escribir aquella noche. En ningún momento pense en hacerlo público, pero ahora he decidio hacerlo como recuerdo y homenaje a mi primo, a mi primo José Manuel. Creo que refleja muy fielmente lo que viví y sentí. Sólo falta una cosa. No mencioné en ningún momento a Basi, su suegra y fue un imperdonable error ya que quiso a José Manuel como a un verdadero hijo.

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Hacía meses que no llovía, pero el día en que entró en coma clínico mi primo, el cielo rompió a llorar. Primero mansamente, como disimulando, luego sin rubor, con rabia, como la inminente muerte de mi primo merecía. Bueno, digo simplemente mi primo, porque "mi primo" , así, a secas, sólo era José Manuel. Tengo más primos, sí, cinco concretamente, pero cuando me refiero a alguno de ellos siempre utilizo además su nombre: "mi primo tal" o "mi primo cual". Sin embargo, cuando me refería a José Manuel, lo hacía simplemente diciendo "mi primo". Ya bastaba.. Yo sabía a quién me refería y quien me escuchaba, si era inteligente, también. ¿Por qué esa distinción?. No tengo por qué ocultarlo: porque era al que más quería y porque era al que más sentía como primo mío.
Tengo miles de recuerdos de mi primo. Hay, lógicamente, de todo, pero predominan, y con mucho, los buenos. He tenido la tentación de poner aquí alguno, cuando estoy escribiendo estas líneas, desahogándome y con los ojos todavía húmedos, horas después de la pérdida de mi primo, pero no, no voy a poner aquí ninguno. Voy a quedármelos todos para mí. Al fin y al cabo, son recuerdos míos y es lo único que ya me queda de él. Quiero que sean exclusivamente míos, así que no voy a compartirlos con nadie, con nadie. Mientras no cicatricen las heridas que su marcha me han dejado, sus recuerdos serán sólo míos. Quizás después, con el tiempo, no me importe compartirlos con quien haga falta.
Han sido éstos unos días duros, muy duros, en mi caso sólo comparables a los de la enfermedad y muerte de mi padre. A excepción de esos días, no había sentido yo un dolor tan agudo en el corazón. Todo ha sido duro y atroz: el llanto propio, el ver el llanto de los otros, la desesperación de todos, el no poder arrancarse uno de las entrañas ese dolor que a veces se hacía insoportable y que hacía brotar lágrimas tan amargas como la hiel, pero, sobre todo, ha sido atroz y cruel la impotencia de no poder hacer nada mientras todos veíamos que mi primo se nos escapaba irremediablemente.
Ha sido uno de los fines de semana más irremediablemente tristes y dolorosos de las vidas de casi todos los que íbamos ocupando aquella habitación en la que parecía que se habían concentrado toda la tristeza y todo el dolor del mundo.
Pasaban las horas, la mañana, la tarde, la temible noche, la siguiente mañana, la siguiente tarde...y todo seguía igual: la dolorosa agonía de mi primo acompañada de nuestras impotentes lágrimas y nuestro corazón encogido. Y en aquel escenario que variaba tan poco, resaltaban sobre todo tres cosas: el cuerpo inerte de mi primo, la desesperación de una madre y los ojos infinitamente tristes de una esposa que miraban a su marido con una mezcla admirable de dolor, compasión, amor y ternura. Nunca olvidaré esos ojos de Teresa tan increíblemente tristes como increíblemente serenos en momentos en que otros no podíamos reprimir las lágrimas. Pienso que a aquellos ojos el cuerpo se negaba a darles más lágrimas. Habrán sido ya, sin duda, litros de lágrimas los derramados en silencio y a solas durante todos estos meses de enfermedad, miedos, dolor, esperanzas y desesperanzas. Y el cuerpo ya no le daba más. Igual que un cuerpo se agota y llega el momento en que no puede dar ni un paso más, pienso que llegó también un momento en que el cuerpo de Teresa no podía dar de sí ni una sola lágrima más. Además, la naturaleza es sabia y sabía que a aquellos ojos les esperaban todavía los peores momentos. Había, pues, que descansar para poder derramar con generosidad las últimas lágrimas por su marido.
Han ido pasando las horas y ha llegado la noche fatal y en ella lo inevitable: mi primo se nos ha escapado para siempre. ¿Qué decir?. Nada. La mezcla de dolor y de sentimientos de todo tipo hace que no le sea fácil a uno poder expresarse. Sólo puedo decir que he vivido uno de los momentos más patéticos de mi vida: cuando ya todo había acabado y, al filo de la media noche de un domingo a un lunes, una veintena de personas atravesábamos arrastrando los pies y silenciosos los pasillos de la planta baja del Hospital Miguel Servet, habiendo dejado parte de nuestro corazón, una buena parte de nuestras vidas y toda nuestra esperanza en la habitación 612.
Como escribí en otra triste ocasión en memoria de un alumno y amigo mío que también se nos fue, espero, José Manuel, que haya cielo para que puedas ver realizadas allí todas las ilusiones y todos los proyectos que, desgraciadamente, no has podido ver realizados aquí.

"La "deuda". Relato con el que gané el primer premio del "III Certamen de Relato Corto Ciudad de Caspe".

La madera de pino crepitaba en el fuego sobre el hogar de la cocina a la vez que despedía unas llamas altas, cimbreantes y de un color que variaba, según la altura o la intensidad de la combustión, del blanco brillante al azulado pasando por un amarillo, unas veces pálido y otras más intenso.

Las llamas, voraces, destructoras y vivificadoras por igual, con la ayuda de las cuatro personas que, sentadas en sillas de madera de anea, rodeaban el hogar, proyectaban sobre la pared del fondo otras tantas sombras chinescas que oscilaban ligera y caprichosamente según el gusto arbitrario de las llamas.

Edelmiro, el abuelo, atizaba las brasas y trozos de madera que se escapaban del fuego, acercándolos con cariño a la base de la hermosa fogata que calentaba y alumbraba la cocina de la masada de “Los Antones”.

De vez en cuando Edelmiro, con la mirada fija y perdida en las entrañas de aquel prodigio de la Naturaleza, golpeaba suavemente con unas tenazas metálicas la madera incandescente y ésta, como indignada, disparaba un sinfín de diminutas chispas que se iban apagando a medida que subían chimenea arriba o después de desplomarse en la plancha de acero del hogar.

Los cuatro moradores de la masada permanecían en silencio frente al fuego en la acogedora y cálida atmósfera de la cocina con la mirada fija en el fuego y absorto cada uno de ellos en sus propios pensamientos, mientras, fuera, hacía una de esas noches que todo el mundo coincidía en calificar de “noche de perros”.

Todo el día había estado helando, “helando de verdad”, como también solía decirse por aquellas sierras, benditas y malditas.

Al frío se habían unido, a lo largo del día, no menos de media docena de borrascas de matacabras antes de girarse, a última hora de la tarde, una heladora ventisca, cruda y despiadada como pocas se habían visto en los últimos años por aquellos parajes.

El ganado, vacas y ovejas, un día más no había podido salir al monte, consumiendo, también un día más, los escasos recursos de grano y forraje que quedaban almacenados en los espaciosos graneros y pajares de la masada y hasta había sido necesario, en varias ocasiones a lo largo del día, romper el hielo que cubría el agua de los abrevaderos para que los animales pudieran beber.

El estampido provocado por una ventana mal cerrada y empujada por el viento les obligó a suspender sus meditaciones y a volver a la realidad de aquel tiempo cruel e inclemente.

-Sube a cerrar la ventana, hijo – pidió Domingo a su hijo.

-Sí, padre – respondió éste -. Y tras levantarse, subió en dirección a los graneros, lugar de donde procedía el ruido de la ventana que se repitió en un par de ocasiones antes de que Juan cerrara la ventana y pasara el pestillo.

-¿Sigue igual? – preguntó el abuelo al muchacho, de nuevo ya en la cocina.

-Sí, abuelo.

-Mala noche, rediós, mala noche – exclamó este último.

-Mala noche y mal año, padre ¡si sólo fuera esta noche!

El silencio, junto con el fuego, volvieron a reinar en la amplia cocina de la masada a la vez que se intensificaban en las conciencias de aquellas cuatro personas los lamentos, las imprecaciones y las súplicas más sinceras.

-Si esto sigue así – dijo de pronto Domingo como si continuara inmerso en sus pensamientos –, no tenemos comida ni para quince días. ¡Maldito tiempo y maldita tierra!- acabó diciendo a la vez que arrojaba al fuego la diminuta colilla, prácticamente papel y nicotina, del cigarrillo que se había liado muchos minutos antes.

-No protestes, Domingo; Dios nos ayudará, ¡siempre nos ha ayudado! – dijo Eulalia, esposa de Domingo, nuera de Edelmiro y madre de Juan.

Domingo estuvo a punto de contestar con un disparate, pero la cristalina y serena mirada de su mujer se lo impidió.

-Tiene razón tu mujer, Domingo – terció Edelmiro -; siempre hemos salido de apuros como éste y también esta vez saldremos. No hay mal que cien años dure.

-Nunca hemos estado como ahora, padre, y usted lo sabe. Llevamos un año en que no hemos hecho más que padecer, ¡un año entero! Del final del invierno pasado, mejor no hablar; durante la primavera no cayó una gota, ¡ni una gota! Se secaron las fuentes, se abrasó el monte, se perdió la cosecha, apenas si recogimos un par de simientes, y si la primavera fue seca, el verano, fuego: un par de tronadas que no arreglaron nada y ...calor, calor y calor. Fuego, fuego y más fuego que acabó con todo: forrajes, prados, pastos y los pocos frutales que teníamos. ¿Otoño?, no ha habido otoño, no ha habido agua y el invierno... el invierno ha empezado como acabó el pasado, con heladas, aire, matacabras y ventiscas; ¿así saldremos? – se preguntó Domingo mirando primero a su mujer y luego a su padre –. A este paso no tendremos nada que dar de comer a los animales y, lo que es peor, no tendremos ni qué llevarnos nosotros a la boca. Y a mí... Yo con poca caso paso; me mantendría con raíces, pero las criaturas...

Al oír esto a Eulalia le vinieron a la mente sus dos hijas, Teresa y Amparo, las criaturas que su marido había mencionado.”¿Qué estarán haciendo ahora mis pequeñas?”, pensó Eulalia.

Teresa y Amparo habían sido fruto, por supuesto, del amor, pero también de un descuido. Habían sido como “el tardano” que llegaba a muchas familias, pero multiplicado por dos y en versión femenina.

Cuando no hubo dudas sobre el embarazo, el disgusto y la desazón familiares, sobre todo de padre y madre, fueron considerables, aunque no todo lo mundo lo vio así.

-Pues si Dios lo ha dispuesto así, será porque nos conviene – dijo Mª Antonia, la abuela paterna que apenas vivió lo justo para conocer a sus nietas: tres meses pudo disfrutar acariciándolas.

Y el disgusto se multiplicó por dos cuando en el parto D. Jeremías, el médico, dijo segundos después de dar envuelta en una toalla la primera de las mellizas a su abuela materna.

-Algo me dice que no hemos terminado.

A Eulalia, como a toda hembra en lo concerniente a la maternidad, no le cogió por sorpresa aquel comentario del médico.

-Viene algo más, ¿verdad, Don Jeremías?- dijo la mujer en medio de los sudores y de los dolores del parto.

-Sí, Eulalia y lo que viene será otra zagala o un zagal.

-¡Que venga lo que Dios quiera! – dijeron casi al unísono Eulalia y Ramona, su madre.

Habían pasado ya cinco años de aquellos momentos en los que la preocupación y el disgusto por el indeseado embarazo se habían convertido en un doble... no, en un céntuplo motivo de alegría al ver aquellas dos caritas rosadas que ahora, cinco años después, eran las verdaderas reinas de la casa.

“¿Qué harán a estas horas?” volvió a preguntarse la madre.

A esas horas Teresa y Amparo ya llevaban un buen rato en la cama, durmiendo.

Durante el tiempo que duraba el curso escolar, las niñas vivían en el pueblo con Ramona, la abuela materna, en la casa en la que ésta había vivido toda su vida.

En las épocas en las que el tiempo lo permitía, las niñas y la abuela iban el sábado a la masada para estar allí hasta el lunes por la mañana, pero en los crudos meses del invierno lo habitual era que, igual que otros niños y niñas del resto de las masadas, se quedaran en el pueblo.

“¿Cómo estarán mis hijas? “ se preguntó Eulalia de nuevo.

-Pero las criaturas...- volvió a repetir Domingo haciendo regresar a su esposa a la realidad-, no sería justo que tuvieran que pasar hambre.

-No pasarán hambre, Domingo; ¡Dios nos ayudará! – repitió convencida la mujer.

Edelmiro, poco amante del olor a incienso, su hijo y su nieto callaron. Ni creían ni descreían; sólo sentían que algo no estaba siendo justo con ellos.

-Si al menos hubiera en casa un buen puñado de duros para poder comprar comida..., pero tenemos el mismo dinero que suerte, ¡nada!

-No te mortifiques, Domingo, por Dios. Un día u otro esto se arreglará.

-Tiene razón, madre – se atrevió a decir Juan -; trabajando saldremos adelante, ya lo verá, padre.

Y para cambiar el rumbo de la conversación, pidió a su abuelo lo que le pedía casi todas las noches:

-Abuelo, ¿me cuenta alguna historia de las que usted se sabe?

Edelmiro accedió encantado:

-A ver si me acuerdo de alguna que...

Unos golpes a la puerta de la masada dejaron al abuelo con la palabra en la boca.

-¿Quién será a estas horas y con esta noche? – se preguntó Domingo en voz alta.

Los cuatro se quedaron mirando y, antes de que ninguno diera algún tipo de contestación, se oyó una nueva sucesión de golpes mucho más fuerte que las anteriores.

-¿Quién será? – se preguntó ahora el abuelo - . Con lo que está cayendo seguro que el que llama tiene muchas ganas de que le abramos.

Juan se levantó inmediatamente con la intención de bajar a abrir la puerta.

-No, hijo, iré yo – se adelantó Domingo a su hijo -. No sabemos quién puede ser.

-Te acompaño, padre – dijo Juan esperando junto a la puerta de la cocina.

-Como quieras.

Los dos hombres bajaron las escaleras a buen paso y, tras abrir Domingo decididamente la puerta, se encontraron frente a frente con una persona cuyo sexo era imposible reconocer a simple vista, ya que iba completamente embozado y con la cabeza íntegramente cubierta por un chal oscuro, pero que, por su corpulencia y complexión, no dejaba lugar a dudas de que se trataba de un hombre.

Encogido frente a la puerta y cubierto enteramente por la nieve de la ventisca que azotaba inmisericorde todo cuanto había al raso, la figura de aquel ser daba una idea exacta de lo que estaba pasando fuera de la masada.

-Pase usted. Se está helando - dijo Domingo.

El hombre entró al zaguán y el muchacho cerró inmediatamente la puerta con llave y un par de pestillos.

-Quítese esto – dijo Domingo al recién llegado señalándole la capa y el chal con los que se había abrigado hasta ese momento –, aquí no le van a hacer falta.

Con la ayuda del padre y del hijo, el forastero se desprendió de las dos prendas.

-Esto pesa una arroba- exclamó Domingo mientras colocaba, una tras otra, las dos prendas completamente mojadas en una especie de percha de madera de enebro que colgaba del techo en uno de los rincones del zaguán.

-Gracias – dijo el aparecido -. Han sido ustedes muy amables. Resultaba difícil aguantar mucho más rato ahí fuera. Gracias de nuevo – repitió el extraño, un hombre alto y fuerte, cuya edad era difícil determinar por su larga barba y su cabello igualmente largo aunque, tanto una como el otro cuidadosamente cortados y arreglados.

-Vaya nochecita para viajar, ¿se ha perdido usted? – preguntó Domingo, aunque sin dar tiempo para contestar al recién llegado -. ¡Déjelo!, ya hablaremos arriba. Ahora vamos a la cocina y arrímese al bien fuego para calentarse.

-Buenas noches – saludó el forastero a Eulalia y Edelmiro que se levantaron al ver entrar al desconocido junto a Domingo y su hijo.

-Buenas noches tenga usted – respondieron ambos al unísono.

-¡Ande!, ¡siéntese! – dijo Edelmiro acercando una silla al forastero.

-Gracias – dijo el hombre y se sentó junto al abuelo - . Ya les he mostrado mi agradecimiento cuando me han abierto su casa. Les agradezco de nuevo su hospitalidad. No es ésta una de esas noches que apetezca pasarlas al raso.

-En esta casa no se ha negado nunca ni agua, ni comida y abrigo cuando se nos ha pedido.

-Eso les honra – contestó el desconocido a Edelmiro.

El forastero acercó las manos al fuego y las refregó repetidas veces. Los cuatro moradores de la casa lo observaban e intentaban adivinar su edad, pero ninguno de ellos, debido a sus barbas, a sus cabellos y a su manera de conducirse se atrevía a dar, en su fuero interno, una cifra concreta entre los sesenta y los ochenta años.

-¿Ha cenado usted? – preguntó la mujer rompiendo el silencio.

-No, pero no debe usted preocuparse. Llevo aquí en el morral...

-Falta le hará lo que lleve en el morral cuando se vaya de aquí; ahora – dijo Domingo – coma de lo hay en casa.

-Eulalia, saca algo para cenar a este buen hombre y usted, padre, rellene la bota; unos buenos tragos de vino le devolverán el alma al cuerpo.

El forastero accedió y entre silencios y triviales comentarios de unos y de otro sació su hambre y su sed.

-Ya perdonará – dijo Domingo cuando el extraño hubo acabado de cenar –, pero no es muy corriente en noches como la de hoy andar por estos parajes. ¿A dónde va usted? Sabiendo sus intenciones, podremos decirle si va usted bien o se ha perdido.

-No me he extraviado, se lo aseguro – dijo el forastero con amabilidad.

-Entonces, ¿venía usted aquí?

-Camino de donde voy, sí – respondió con franqueza.

De alguna manera todos sintieron la misma curiosidad de hacer la siguiente pregunta, pero el aplomo, la serenidad y la seguridad con las que el forastero contestaba a todas y cada una de las preguntas que se le hacían, se lo impidió. No obstante, el abuelo no pudo evitar el continuar investigando algo sobre el recién llegado.

-¿Ya había estado usted por estas tierras?

-Sí – contestó el hombre con una beatífica sonrisa.

-¿Ya hace mucho o...?

-Sí, hace mucho, tanto que, si he de serle sincero, es como si no hubiera estado.

-Entonces... no se acordará usted de nada.

-No todo lo que conocemos lo hemos visto con nuestros propios ojos; hay veces que vemos por medio de los ojos de otros, y ...- sonrió el forastero – los montes, las vaguadas, los ríos, los caminos, los bosques, las masadas no aparecen y desaparecen o cambian de lugar de un día para otro. Le aseguro que conozco todas estas sierras... por lo menos como usted.

-Y, ¿de dónde viene usted? – preguntó inocentemente Juan, el muchacho.

-De lejos. De muy lejos.

Viendo Eulalia que las continuas evasivas y las enigmáticas contestaciones de aquel hombre estaban intranquilizando a los hombres de su familia, para evitar posibles preguntas comprometidas que pudieran enrarecer más el ambiente, decidió cambiar totalmente el rumbo de la conversación.

-Cuando usted ha llegado – dijo la mujer dirigiéndose al forastero –, el padre de mi marido estaba a punto de contarnos a todos una de las muchas historias que ha vivido o que ha aprendido en esta masada, ¿le apetece escucharla?

-Me encantaría – afirmó el hombre con una leve sonrisa.

Edelmiro continuaba pensando en las enigmáticas respuestas de aquel extraño personaje y no había decidido todavía qué historia contar.

-¡Ande, abuelo!, no se haga de rogar y cuéntenos una historia – le urgió su nieto.

-Bien – dijo finalmente Edelmiro -. Esta historia vosotros ya la sabéis, pero este buen hombre puede que no. Resulta que una noche...

Y con la habilidad y facilidad narrativa que poseía el abuelo, dotando a su relato de los silencios, susurros, exclamaciones y dosis de intriga necesarias, contó una vez más la historia en la que, obligado a quedarse solo en la masada, estuvo toda la noche con la escopeta de caza en la mano escuchando los extraños y estremecedores ruidos que varias fieras hacían con sus garras en la puerta de la masada y comprobando al amanecer de la mañana siguiente que, efectivamente, habían sido dos enormes lobos que aún vio fugazmente alejarse con la llegada del día y perderse en un bosque cercano, lobos que, por otra parte, nunca antes habían rondado ni volvieron a rondar por aquella masada ni por ninguna de las masadas cercanas.

El silencio se adueñó de nuevo de la cocina cuando Edelmiro acabó su historia.

Seguro – añadió segundos después el abuelo dirigiéndose al forastero -que si usted conoce tan bien como dice estas sierras y estas masadas también conoce alguna historia que nos pueda contar.

-Por supuesto que sí – contestó el hombre sonriendo levemente y consciente del pulso que le echaba Edelmiro -. Sé muchas, aunque posiblemente no tantas como usted. Entre ellas hay una que me emociona especialmente y que estoy seguro de que a todos ustedes también les conmoverá.

-¿Nos la cuenta?- preguntó ilusionado Juan.

-Claro que sí, muchacho. Verán ustedes. Había una vez en estas sierras una masada llamada la masada de “El Cielo” en la que vivía una joven muy hermosa llamada Virtudes.

-Virtudes– siguió narrando el forastero – tenía el nombre más apropiado que podían haberle puesto sus padres. Estaba adornada de todas las cualidades y gracias que puede desear una persona, en este caso, una mujer: hermosa..., hermosa no, hermosísima; sus largos cabellos negros eran una verdadera obra maestra de la madre Naturaleza; unos ojos verdes tan grandes como bellos; discreta; cariñosa; graciosa y simpática; trabajadora; hábil tanto con el ganado y los útiles de labranza como con la rueca y todos los utensilios propios de las mujeres con los que tejen, cosen y remiendan.

-No le faltaba nada a aquella moza, la hija más pequeña de una familia humilde, cuyo padre ansiaba, de manera desmedida y a cualquier precio, salir de la pobreza.

-Ni qué decir tiene que no le faltaban pretendientes a la hermosa Virtudes.

-Uno de ellos – continuó el forastero ante la expectación de su auditorio- era Julián. Este mozo, igualmente bien parecido, era el hijo único de los dueños de la masada más grande y más rica de toda la contornada: la masada de “Los Siete Cerros”.

-Julián, siempre montado en un hermoso caballo bayo, gastaba todas sus energías y su tiempo en conquistar el corazón de Virtudes.

-“¿Trabajar?” – decía este donjuán cuando alguien le preguntaba por su continua holganza – “¡Que trabajen los jornaleros!, para eso les paga mi padre.”

-Había, claro está, muchos más jóvenes que hubieran dado su alma por poder conquistar el corazón de Virtudes, pero ninguno se hacía la más mínima ilusión sabiendo que Julián vivía únicamente para enamorar a Virtudes. Su prestancia, su caballo y su dinero espantaban a cualquier otro pretendiente de la hermosa Virtudes.

-Por otro lado, todo el mundo conocía también el carácter violento de Julián que hubiera hecho cualquier cosa para evitar que algún mozo intentara seducir a la que consideraba como una propiedad particular suya.

-Había, con todo, un mozo de la misma edad que Virtudes, que era el único que tenía un trato continuo y de verdadera y franca amistad con Virtudes. Su nombre era Francisco, el hijo mayor de la masada de “Las Lomas”.

-¿Cómo era posible que Francisco pudiera acercarse con tanta familiaridad a Virtudes sin que Julián hiciera algo para evitarlo? – se preguntó el hombre.

-Francisco y Virtudes se habían criado prácticamente juntos al estar sus masadas colindantes y se había generado entre ellos una amistad fuerte y tierna a la vez y Virtudes, ante las suspicacias de Julián, había amenazado a éste con dejar de verlo si continuaba recelando de su amistad con Francisco. Julián tuvo, pues, que ceder.

-No se sabe si Francisco estaba o no enamorado de Virtudes, algo que, por otra parte hubiera sido lo más natural; lo que sí es cierto es que nunca le mostró a la moza otro cariño que no fuera amistoso y fraternal, posiblemente porque él quiso corresponder a la muchacha con el mismo amor y cariño que ella le profesaba: una amor de hermanos.

-Con el tiempo, el galante acoso de Julián empezó a dar sus frutos y aunque en el fondo Virtudes era consciente de que ella siempre sería más feliz con un hombre como Francisco, sin embargo, el atractivo, el caballo y las riquezas de Julián fueron minando poco a poco los escrúpulos que la moza tenía ante la, casi siempre, orgullosa fanfarronería de Julián.

-Y mientras el acoso continuaba, ni una ni el otro eran conscientes de las intenciones y los deseos que los padres respectivos tenían del uno o de la otra.

-Román, el padre de Virtudes, estaba encantado con el interés, tantas veces probado, que Julián tenía por su hija. Era, al fin y al cabo, el mejor partido que podía conseguir y así se lo hacía ver una y otra vez y días tras día. Julián tenía, pues, en el padre de Virtudes a su mejor aliado.

-Por el contrario, Moisés, el padre de Julián, había amenazado a su hijo con desheredarle si se casaba con aquella zagala hija de unos muertos de hambre. Y también se lo recordaba día tras día.

-Pasó el tiempo; la relación de Julián y Virtudes se fue haciendo cada vez más íntima y un buen día la muchacha, la hermosa Virtudes, tuvo que decir a quien ya había sido más que pretendiente, que esperaba un hijo suyo.

La reacción de Julián fue la del vil canalla que era en realidad.

-“¿Mío? Ese hijo puede ser de cualquiera. Seguro que te has refocilado con los mozos de todas las masadas de la contornada”.

-Desesperada Virtudes por la reacción de Julián, busco refugió en su familia, pero no encontró el consuelo que buscaba. Muy al contrario. Su padre, al saber de su estado y que Julián la había rechazado, dando por válidas las acusaciones de éste, echó de la masada a la desconsolada y destrozada Virtudes.

-“¡Fuera ahora mismo de esta casa, desgraciada! No has hecho más que deshonrar el buen nombre de nuestra familia.”

-Salió, pues, Virtudes de su casa con un pequeño hato de ropa a las costillas y su hijo en el vientre camino de todos y de ningún sitio y, poco antes de empezar a subir el puerto que la separaría definitivamente de su tierra, se encontró con Francisco que guardaba su pequeño rebaño de ovejas en unos eriales junto al río.

-“¿A dónde vas, Virtudes?” – preguntó el zagal preocupado por el aspecto triste y desolado de su amiga.

-La muchacha se echó a llorar y contó a su amigo, la única persona que había en el mundo que la quería y comprendía, todo lo que le había sucedido.

-“Guárdame el ganado, Virtudes, y espérame. No tardaré en volver” – dijo Francisco a la zagala cuando ésta hubo terminado su relato.

-Virtudes obedeció. ¡Qué más le daba salir de allí una hora antes o después!

-Francisco echó a correr y llegó poco después jadeante a su masada.

-“Padre – dijo el muchacho a Miguel, su padre - , ¿cuánto dinero hay en casa?”

-“Con la última venta de los terneros y los corderos, hemos sacado un buen puñado de duros, pero lo necesitamos para...”

-“Padre – interrumpió Francisco a Miguel - , necesito ese dinero; a cambio estaré toda la vida trabajando para la casa sin pedir nada. Podrá quedarse con la masada mi hermano Tomasico. Le cedo mis derechos.”

-El padre preguntó a su hijo por el motivo de aquella repentina y urgente necesidad de tanto dinero y el muchacho relató a su padre lo que Virtudes le había confesado poco más de media hora antes.

-“Ten el dinero, hijo, pero sin condiciones. Tú seguirás siendo el hereu de la masada” .

-Francisco volvió al lugar donde había dejado a Virtudes y en una taleguilla de lienzo le entregó todo el dinero que tenían los moradores de la masada de “Las Lomas”.

-Virtudes se resistió, pero Francisco la convenció para que aceptara el dinero.

-“Ésta es una deuda muy grande que tengo a partir de ahora contigo y tu familia – dijo ella entre lágrimas, antes de abrazar y besar a Francisco en las mejillas.”

-“No me debes nada. Tú no me has pedido nada, así que nada me debes”.

-“Pero te lo devolveré. Te juro que te lo devolveré.”

En ese instante, el forastero detuvo su relato ante la expectación de todos.

-Se sabe – continuó un poco después - que con el dinero de Francisco, Virtudes llegó a la Argentina. Allí tuvo su hijo y se casó con un gallego, también emigrante y entre los dos lograron empezar un negocio que se convirtió en una verdadera fortuna más adelante ya en manos de sus descendientes.

-En cuanto a Francisco... también se sabe que se quedó en la masada y que se casó con una zagala casi tan guapa y tan agraciada como Virtudes.

-¿Y Julián? – preguntó el muchacho segundos después de que el forastero diera por finalizado su relato y se hiciera un silencio que nadie se atrevía a romper.

-Festejó con media docena más de mozas y siempre mantuvo su orgullo y su prepotencia. Un día, siendo aún bien joven, junto a su caballo pastando, lo encontraron colgado de un pino. Se había ahorcado.

El relato del forastero impresionó tanto a sus anfitriones que decidieron dar por finalizada la velada.

-Mañana será otro día – dijo Eulalia a la vez que, abriendo la ventana, veía que la ventisca había dado paso a una benefactora y plácida nevada.

-Si no les importa –dijo el forastero después de que todos comprobaran felices el cambio de tiempo –, les agradecería que me permitieran dormir en la pajera; la noche...

-¡Ni hablar! Mi mujer le preparará una cama.

-¡Por favor! ¡No se molesten! – dijo con seguridad el forastero-. No deben preocuparse, créanme. Dormiré en la pajera.

Contra la voluntad de Domingo y Eulalia, así se hizo.

A la mañana siguiente se levantaron muy temprano los moradores de la masada.

Ya hacía un buen rato que había dejado de nevar y el cielo estaba enteramente claro, pero la nevada había sido realmente copiosa.

Mientras Eulalia encendía el fuego y se disponía a preparar los almuerzos, su marido y su hijo se felicitaban, mirando por la ventana, del afortunado cambio de tiempo. Sin embargo, la alegría de los tres contrastaba con el semblante circunspecto de Edelmiro. Esta situación no pasó inadvertida para Domingo.

-Padre, ¿qué le pasa? No sé... no le veo a usted muy...

Después de mirar uno tras otro a Domingo, Juan y Eulalia, se levantó, se acercó hasta la puerta que daba acceso a las escaleras, echó un vistazo y volvió a sentarse.

-¿No notasteis algo extraño en el hombre que se presentó anoche aquí?

-No, nada, aparte de que no tenía ninguna intención de decir ni quién era, ni de dónde venía, ni adónde iba – contesto sonriendo Domingo.

-No os disteis cuenta de nada, pero... ese hombre... ese hombre...

-¿Qué, padre? – preguntó Domingo al ver las vacilaciones de su progenitor.

-Pues que esa historia ya la conocía yo.

-¿Y por qué no nos la había contado usted? – preguntó su nieto.

-Porque...porque... – el hombre volvió de nuevo a vigilar las escaleras – ese hombre ha cambiado todos los nombres, pero esa historia sucedió aquí.

-¿Qué dice usted? – preguntó sorprendido Domingo.

-Sí, hijo. Esa historia sucedió aquí. El Francisco del cuento era en realidad Mariano, mi padre, tu abuelo. Todo esto me lo contó mi madre poco antes de morir. Después de aquella tragedia, todo el mundo quiso olvidar la historia de Ramón y María, que así se llamaban realmente Julián y Virtudes.

-Nadie contó nunca aquella historia y cayó en el olvido, pero mi madre quiso que yo supiera lo que mi padre había hecho por María.

Domingo, Eulalia y Juan quedaron estupefactos.

-Convendría que hablara usted con ese hombre – dijo por fin Eulalia.

-Sí. Creo que sí. Ahora comprendo – contestó Edelmiro -por qué no quería decir su nombre, ni de dónde venía ni a dónde iba, pero ahora necesito saber todas esas cosas.

El abuelo bajó lentamente por las escaleras en dirección a la cuadra y a la pajera y muy poco después de que alcanzara estos lugares se le oyó gritar desde la cuadra:

-Bajad, el forastero ya no está.

Padre, madre e hijo bajaron al instante hasta la pajera y, cuando llegaron, pudieron comprobar, aunque todavía no se veía bien, que el forastero ya no estaba allí.

Se dirigieron a la puerta de la masada y vieron cómo los pestillos estaban despasados y la cerraja abierta. Al abrir la puerta, unas nítidas huellas marcadas sobre el blanco manto de nieve que había caído aquella noche y que partían desde la misma puerta de la masada, corroboraron lo que era evidente.

Volvieron a la pajera y entonces vieron lo que no habían visto momentos antes.

-Se ha dejado el morral – dijo Juan.

-Es verdad . Tráelo. Lo subiremos arriba por si vuelve por él.

El muchacho cogió el morral y, al intentar levantarlo, se quedó totalmente sorprendido.

-¡Padre!, ¡pesa mucho!

-¡Cómo puede pesar mucho un morral! Anda, trae, lo subiré yo.

-¡Rediós! – dijo Domingo al cogerlo –, ¡es verdad! Pesa como un muerto.

Edelmiro, el abuelo, empezó a sudar.

-Abrid el morral – dijo completamente alterado.

-¿Qué dice usted, padre? – protestó Domingo que no entendía la reacción de su padre ni compartía la decisión de abrir un morral ajeno.

-Que lo abráis, ¡cojones!

Domingo miró a su padre y vio en sus ojos miles, millones de razones para abrir aquel zurrón. Así lo hizo. Dentro había una bolsa de lienzo tan grande como el morral de la que salieron un buen montón de monedas de oro junto con una nota que decía escuetamente: “Lo prometido es deuda. Gracias infinitas”.