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José María Andrés Sierra

A mis hijos.

A mis hijos.

"¿Quién no escribió un poema

huyendo de la soledad...?"

¿Quién no ha escrito una poesía a los quince, o a los dieciséis... o cuando sea? Yo soy uno más. Con más corazón que técnica y virtuosismo he escrito muchos. Uno lo escribí cuando mis hijos eran todavía niños. Aquí va, iniciando el apartado o tema de "Poesía" en el que, hasta ahora, no he incluido ninguno por vergüenza. Pero después de éste vendrán más. Prometido. En la fotografía aparecen con un buen amigo mío, Eduardo Paz.

A mis hijos

Iré mermando
muy a gusto,
si veo como a un tiempo
vosotros vais medrando.
Si en vuestra cama
cada noche
puedo feliz, al despedirme
juntar orgulloso la mía a vuestra cara.
No me importará
que mis fuerzas enflaquezcan,
si veo que las vuestras
poco a poco van creciendo.
A gusto veré mis facultades
ceder al "tempus fugit"
siempre y cuando vea que las vuestras
empiezan a crear
 y a ser fuente de vida.
Orgulloso dejaré pasar mi madurez
y abrazaré sin disgusto
la fría vejez
si os veo, como yo ahora,
disfrutar de la vida con sereno placer.
Y a gusto esperaré la parca
si yo os veo,
cuando esté ya acartonado,
llenos de vida y dando vida.
Así me gustaría
y que así sea.

 

El laberinto.

El laberinto.

Para comunicarnos utilizamos palabras que significan acciones, objetos o personas y sabemos qué queremos decir, pero muchas veces no sabemos por qué un determinado objeto, instrumento o animal se llama así y no de otra manera. Es decir, ignoramos el origen del significado de esa palabra.

            ¿Qué es un laberinto? Todos sabemos lo que es y casi todos nos hemos metido en uno de ellos en cualquiera de las ferias que hay en todas las ciudades, pero… ¿por qué se llama así, laberinto?

            Dice una leyenda que hace más de 2.500 años, en la isla de Creta, su rey, Minos y su esposa Pasifae tuvieron una desagradable sorpresa cuando nació su primer hijo ya que en vez de tener un niño o una niña normal y corriente, Pasifae dio a luz un pequeño monstruo, que luego creció, claro está, mitad hombre y mitad toro al que luego se conoció con el nombre de “Minotauro”.

            Horrorizados el rey y la reina, pero especialmente abochornado y receloso de que alguien viera a su hijo, el rey llamó al mejor de los arquitectos de Creta, un tal Dédalo, al que encargó que hiciera un gran palacio para encerrar allí a su hijo el Minotauro, palacio del que nadie debía saber entrar ni salir.

            Dédalo hizo un hermoso y enorme palacio dentro del que había infinidad de pasadizos que se entrecruzaban entre sí y volvían en todas las direcciones y del que, efectivamente, nadie podía salir si se encontraba dentro del corazón del palacio ni llegar hasta el centro del mismo si se intentaba llegar desde el exterior. A ese palacio Dédalo le puso el nombre de “Labyrinthos”, palabra de la que se deriva nuestro “laberinto”.

 

Origen del alfabeto.

Origen del alfabeto.

Casi todo el mundo ha trabajado en la asignatura de matemáticas, en ciertas ocasiones o en cierto tipo de ejercicios, con letras griegas ("seno de  "alfa ", coseno de  "beta , "fi ", "psi ", etc.) o latinas ("las paralelas "a" y "b") e, incluso, con algunas de ellas que tienen un valor numérico determinado, como la griega "pi ", que tiene un valor de 3´1416, o las latinas "I", que vale 1, la "X", 10, la "L", 50, etc. etc., pero ¿sabéis quién inventó estos signos?, ¿cuándo se emplearon por primera vez estas letras?. ¿Por qué son como son?.
    Entre los siglos X y VI a.C., en lo que actualmente conocemos como Oriente Medio (Siria, Líbano, etc.), habitó una pequeña potencia comercial llamada Fenicia. Sus habitantes, los fenicios, inventaron un rudimentario sistema de signos para la escritura que, a pesar de su simplicidad,  iba a suponer un paso fundamental para la historia de la escritura.  Este sistema fenicio suponía una gran innovación, ya que en él cada signo representaba una letra o un sonido. El sistema de jeroglíficos egipcio es mucho más antiguo, pero en éste cada signo o símbolo representaba una palabra entera e incluso una idea o una frase completa.
    En el S. VIII a.C. , es decir, hace unos 2.800 años más o menos, los griegos conocieron este sistema fenicio de escritura y lo mejoraron creando el alfabeto griego que conocemos y del que, aunque parezca increíble, descienden todos los alfabetos actuales en uso de Europa.

¡Jodidas religiones!

Nos venden humo eterno al precio de nuestra corta pero real existencia.

¡Déjalos que revienten!

  Hace ya tiempo escuché un chiste, al que no me atrevo a poner calificativos, que dice que cierta noche los miembros de una familia muy numerosa (cinco hijos, padre, madre y abuela) estaban sentados a la mesa para cenar un huevo frito y un poco de pan que era todo lo que había en la casa para comer. El padre  colocó el huevo frito en medio de la mesa, repartió un pequeño trozo de pan para cada miembro de la familia y dispuso que cada uno de ellos mojara con su pan en el huevo y luego, por riguroso turno, fueran haciéndolo todos los demás. Uno de los hijos, con una habilidad que no pasó desapercibida a uno de sus hermanos, hizo una pequeña trampa. “Padre, Pepito ha mojado dos veces seguidas”, acusó el hermano al infractor. El padre contestó imperturbable: “Déjalo que reviente”. No sé por qué, pero recordé este chiste viendo un noticiario de la televisión en el que nos informaban de que en casi todas las empresas que han hecho quiebra en Estados Unidos ha habido un “vivales” y “avispado” (amén de falto de escrúpulos) presidente, consejero o “vaya usted a saber” de la empresa que abandonó ésta antes de la debacle, o se fue tras ella, con “los riñones bien cubiertos”. Las cifras oscilaban entre los 100 y los 500 millones de euros. Una minucia si pensamos (todavía tengo que hacer estos cálculos para hacerme una idea exacta del asunto) que son, aproximadamente, entre veinte mil millones y más de ochenta mil millones de nuestras antiguas pesetas. Consideraciones aparte de tipo práctico o funcional (¿pretenderán gastarse ese dinero en calzado, ropa, comida y alguna cervecita, si viene al caso, como el resto de los mortales?), de tipo legal (¿son justas unas ganancias de esa magnitud?) o de tipo moral (¿cuánta hambre podría matarse con todos esos ceros?) a los que nos cuesta calcular estas cifras no nos queda otro remedio o consuelo, como se prefiera, que pensar como el padre de la familia del chiste: “¡Déjalos que revienten!”

 

Más claro... el agua.

 

“En política no se está ni para empatar ni para heredar, se está para ganar”. Más claro, el agua. ¿Alguien pensó que la política era un servicio al pueblo, una actividad para mejorar la vida de los ciudadanos? Pues no. Lo fundamental, y lo dijo Aznar que de eso debe saber mucho, es ganar. ¿Y después...? ¡A quién cojones le importa eso!

 

"El señorito."

"El señorito."

 

En los pueblos, “el señorito” siempre ha gozado de una considerable notoriedad y en las más de la ocasiones de un inmerecido prestigio. “El señorito” pertenece a una especie de clase social, idolatrada por unos y temida por otros, que ha existido siempre y sigue existiendo, por supuesto metamorfoseada y adaptada a los tiempos en los que vive y que se caracteriza por aprovechar su poder económico para, haciendo casi siempre alarde de él, imponer su voluntad sobre sus paisanos a los que suele mirar por encima del hombro de un modo o insultantemente arrogante o miserable e hipócritamente paternal. Ese pedante engreimiento, que siempre existe, varía en intensidad según los casos y el talante de “el señorito”. Otra característica de esta clase social es que su prestigio se hereda, igual que su fortuna, con una particularidad: el renombre, la influencia de que goza continúa  acompañando a sus sucesivas generaciones, aunque llegue el momento en que sólo sea ésta la capa que les cubra y dejen de heredar, junto a su renombre, dinero y bienes ya agotados o dilapidados en pasados y mejores tiempos. Pero nada es eterno en esta vida y llega un momento en que, perdido “in illo tempore” el poder económico, los paisanos van perdiendo poco a poco el respeto “al señorito” que ve cómo va disminuyendo paulatinamente su influencia sobre quienes le rodean y acaba definitivamente y en el mejor de los casos, en la indiferencia y el olvido más absolutos.

Los Estados Unidos de Norteamérica han sido hasta ahora “el señorito”, nuestro “señorito”. Nadie duda de que los norteamericanos ya no son lo que eran en materia económica (menuda les está cayendo) y yo no dudo de que pronto tampoco serán los que miren por encima del hombro ni a chinos, ni a rusos, ni a japoneses, ni a indios, ni a… Muy pronto ya no temblarán las bolsas europeas cuando estornude Wall Street y es muy posible que a nuestros hijos o a nuestros nietos no les preocupe, ni les interese lo más mínimo quién vaya a ser el próximo presidente de los Estados Unidos.

 

El velo o mejor, los velos.

No entro ni salgo en lo referente al velo de las mujeres islámicas, pero, cuando leo que la Asociación Islámica dice que “el uso del velo por la mujer es voluntario”, no dudo que haya quien así lo haga, pero también me recuerda a una época de España, no demasiado lejana, en que las mujeres también llevaban velo voluntariamente cuando iban a la iglesia, velo que luego, llegadas a una cierta edad y convertido en “pañuelo a la cabeza”, ya no se lo quitaban más que para dormir. Y lo llevaban voluntariamente. También, voluntariamente, llevaban medias (generalmente oscuras) hasta en verano y largas faldas que apenas les dejaban enseñar las pantorrillas. Y hombres y mujeres sin excepción acudían a misa, también voluntariamente, todos los domingos y “fiestas de guardar”.